OPINIÓN. Asociacionismo femenino en el medio rural

Rosalía Rodríguez Alemán. Socióloga. Profesora de Antropología Social de la ULPGC.

El medio rural, especialmente en tiempos de crisis, muestra una dimensión que se asocia a un concepto de desarrollo económico y social vinculado a las particularidades del territorio, y que reconoce la creciente interrelación entre lo rural, lo periurbano y lo urbano, y en el que lo rural no se asocia sólo a campesinado, agricultura, población dispersa o atraso histórico.

Rural comprende, en esta perspectiva, tanto lo agropecuario como los subsectores que enlaza y a otras actividades económicas artesanales y/o de servicios (como las comerciales y turísticas) que remiten a la conservación de la biodiversidad, entendiendo por tal los ecosistemas locales singulares sustentadores de la vida y de actividades productivas. Una mirada que enfatiza, por tanto, la importancia del capital social y humano del territorio rural.

Tal concepción de desarrollo se apoya en el ser humano, en sus debilidades y fortalezas, sus temores y esperanzas, como punto de referencia fundamental en la búsqueda de la satisfacción de sus necesidades esenciales.

Concepción que no persigue únicamente la generación de crecimiento económico, sino la distribución de beneficios equitativamente, la regeneración del medio ambiente y la potenciación de las personas. De modo que, la búsqueda del denominado “Desarrollo Rural Sostenible” implica necesariamente la integración armónica entre políticas públicas y privadas, entre actividades agrícolas y no agrícolas, entre producción y medio ambiente, en fin, entre desarrollo económico, social y ambiental.

El crecimiento económico, por tanto, deja de ser un fin en sí mismo para ser concebido como un medio sostenido, necesario e integrado para la transformación de las zonas rurales. En esta nueva definición de crecimiento económico, es la revaloración del capital social uno de los más importantes avances de los últimos años, como lo es, en consecuencia, el concepto de equidad en su dimensión política.

En este contexto, el concepto de sostenible alude a la necesaria participación de los distintos sectores de la sociedad de acuerdo con el poder que detentan. En este sentido, la equidad exige el empoderamiento de los sectores poblacionales menos favorecidos y, particularmente, el de las mujeres.

Tradicionalmente relegadas a la invisibilidad, las mujeres rurales se han ocupado de las faenas del campo (como aparceras, jornaleras o ayuda familiar) y/o han desempeñado también actividades vinculadas a los animales (recoger huevos, ordeñar, alimentarlos, cuidar de las crías, sacar el estiércol, colocar secos para la cama), elaborando productos alimenticios o transportándolos para su venta. Igualmente han realizado diversas labores artesanas (hilado y tejido, trenzado de palma, elaboración de cerámica a partir del barro, etc.) y/o vinculadas al sector servicios (comercio, enseñanza, servicios sanitarios e iniciativas empresariales diversas). Y, por supuesto, compaginando tal trabajo con las tareas del hogar (alimentación de los miembros de la familia, educación de la prole, cuidado de menores y mayores, limpieza).

La equidad no ha de tratar sólo de mejorar las condiciones de vida de las mujeres rurales, ni ha de suponer acciones puntuales para la mejora personal, sino que supone la adopción de la perspectiva de género como un aspecto fundamental en las estrategias de desarrollo, reconociendo las múltiples relaciones económicas, sociales, culturales y políticas de las que son partícipes las mujeres.

Las demandas de género se asocian con el acceso y control sobre los recursos (económicos o productivos, políticos y de tiempo); los beneficios (retribuciones económicas, sociales, políticas y psicológicas que se derivan del uso de los recursos); y las oportunidades (posibilidades de realizarse física y emocionalmente, pudiéndose alcanzar las metas que se establecen en la vida).

Una de las prioridades para la articulación del “Desarrollo sostenible equitativo” es la creación, fortalecimiento y articulación de las asociaciones de mujeres -y sus redes-, de modo que posibiliten la expresión, interpretación y búsqueda de soluciones comunes a los problemas cotidianos; faciliten el acceso a la información y la formación; articulen la participación en la identificación, planificación, ejecución y evaluación de planes y programas de desarrollo; así como el traslado de las necesidades y propuestas de éstas a las instancias superiores.

Ello supone el encuentro e intercambio de experiencias, la formulación y gestión de iniciativas conjuntas, la creación y/o formación de capacidades para la negociación, el desarrollo de instrumentos que potencien el trabajo multidisciplinar y multiagencial entre otras habilidades... Todo ello contribuirá a la articulación en lo local de escenarios de trabajo conjunto con otros agentes del medio rural para la gestión y operación del Desarrollo Rural Sostenible, fortaleciendo las capacidades de las mujeres y la dotación de instrumentos y servicios específicos.

En el siglo XXI no puede concebirse la elaboración de ningún tipo de programa o plan de actuaciones para el desarrollo de una zona sin que se haya realizado con la participación real y efectiva de todos agentes económicos, sociales, ambientales e interesados/as. Es más, resulta necesario reforzar el papel y el compromiso de la sociedad civil en la toma de decisiones con incidencia en el medio rural, procurando no sólo su participación real y efectiva en la fase de análisis y diagnóstico de los problemas, sino motivando su compromiso a la hora de poner en marcha las decisiones consensuadas, con el fin de construir territorios más cohesionados y sostenibles.

La pretensión es actuar en el presente para modelar desde la zona rural su propio futuro.